Alguna vez tuve la fortuna de sentirme como un viajero perdido y todo gracias a un niño de alrededor de 7 años que me llevó su pecera con un pez beta y me hizo una serie de preguntas tan bien elaboradas que ninguna enciclopedia de medicina interna me habría podido preparar para lo que escuché en ese momento:
“¿Dra, por qué mi pez no se mueve como antes?”, “¿Cada cuánto debe hacer popó?” “¿Cómo puedo saber si mi pez está enfermo?” “¿Me podría decir si mi pez es hombre o mujer?” “¿Cuánta comida debo darle?”.
A decir verdad, en ningún examen me había sentido tan mal y con tan poco margen para maniobrar, desde ahí le cogí terror a las preguntas de los niños, pues éstas parecen muy inofensivas, pero no hay forma de escapar de su letalidad. Como se imaginarán, en ese momento no supe muy bien qué responder, sólo recuerdo que balbuceé unas cuantas cosas sobre enriquecimiento ambiental; es decir, le dije que metiera “ramitas” dentro de la pecera cuando ésta era tan minúscula que sólo tenía espacio para el pez. El resultado: tanto la mamá del niño como él se fueron sabiendo que no estaba segura de lo que les decía.
Pez Beta. Foto tomada por: Kyaw Tun en Unsplash
Pues sí, mi segunda anécdota tiene que ver con el día en el que atendí a una niña que llegó pidiéndome el favor de mostrarle una jaula amplia y cómoda para “Lucho”, su conejo, pues llevaba varios días recogiendo el dinero para comprarla. De esta forma, le mostré las jaulas que teníamos para la venta y, pasados unos minutos, ella tomó la decisión de comprar la más bonita y grande de todas, pero cuando le dije el precio y descubrimos que todas las monedas con las que iba a pagar no alcanzaban para cubrir el valor, su desilusión fue tanta que ni ella ni yo sabíamos qué hacer.
Claro, en mi caso no podía regalársela pues yo no era la dueña del negocio, pero tampoco aguantaba ver semejante tristeza después de que, varias veces, hicimos el reconteo de las monedas, pero por más que tratamos éstas no se multiplicaron. En resumen, revisé cuanto le faltaba y terminé haciendo un aporte voluntario para el desarrollo adecuado de Lucho y la tranquilidad de su propietaria.
“Miembro Posterior Derecho (MPD) de Antonio”. Foto tomada por: Manuela Echeverri
Y médico veterinario que haya pasado por su último año de universidad en la Universidad de Antioquia, seguramente le ha tocado ejercer en pueblos o municipios lejanos y a mí, en una de estas maravillosas experiencias, me tocó atender a un canino por mordedura de una serpiente venenosa.
El caso es que el perro estaba perdido, no tenía dueño o si lo tenía no estaba pendiente del él y ,además, tuve que tratarlo con lo que tenía disponible; es decir muy poco, pues me encontraba en una hacienda de ganado de carne alejada “del mundo y sus placeres”. En ese orden de ideas, tuve que recurrir a usar un suero antiofídico vencido (lo que se usa en caso de mordeduras de serpientes venenosas) y no podía “cogerle una vena y canalizarlo” para hidratarlo porque no tenía los recursos. Así que cuidar a “Antonio”, así lo pusimos, fue un gran reto. Para resumir: se salvó, pero, posiblemente perdió la movilidad en una de sus patas, justo en el lugar donde fue mordido por la serpiente.
Cuando pensamos en las aves, usualmente, imaginamos a las gallinas que ponen los huevos que nos comemos en el desayuno y, no es fácil o por lo menos común, creer que alguien pueda tener una como mascota; pues bien, en algún momento llegué a atender a un señor que trabajaba como administrador en una finca y necesitaba con urgencia comprar las dosis exactas de un antibiótico para administrarle a un ave a la cual le habían amputado una pata y que era la mascota predilecta de sus jefes. Cierta o no la historia, el caso es que durante varios días, el señor se presentó a la agroveterinaria para comprar las dosis del medicamento. ¡Otro motivo de consulta bien particular para no olvidar!
La mamá y sus pollitos. Foto tomada por Manuela Echeverri
Durante una visita a una producción porcícola, de un momento a otro, salió un perro de esos que uno no logra establecer la edad, el mestizaje ni nada. Claro, como buen canino pequeño con delirio de grandeza, ladraba sin parar y por si eso no bastara se lanzó sobre mi muslo con una furia digna de admirar, pero como no me dolía, pensé “es la adrenalina, pero seguro ya me clavó el colmillo”; por suerte, además de pequeño, feo y bulloso, era mueco; sin embargo, por poco y tienen que contratar una grúa para quitármelo de encima, eso sí, a sus dueños eso no los avergonzó para pedirme el favor de revisar a semejante dinosaurio.
Foto tomada por: James Watson en Unsplash
Sin lugar a dudas, todos tenemos nuestro propio baúl de recuerdos, recuerdos con los que sonreímos, nos llenamos de nostalgia y gratitud, pero lo más importante es que el camino que hemos recorrido es el que nos ha enseñado y llevado al lugar en el que hoy nos encontramos. En mi caso, ese niño del pez beta me invita a recordar que ser estudiante es una actitud y en que no hay nada de malo en aceptar no tener todas las respuestas.
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